10 anécdotas de Gila durante la Guerra Civil Española
Miguel Gila Cuesta, fue un humorista que también trabajo de actor y dibujante. Nació en Madrid en 12 de marzo de 1919 y murió en Barcelona el 13 de julio de 2001. Aquí podrán leer diez hechos acaecidos a Gila durante la Guerra Civil Española (1936 a 1939), extraídos de su libro “Y entonces nací yo, memorias para desmemoriados”.
1. Hecho 1
El 17 de julio nos llega una noticia que nos hace pensar que la guerra contra la República es un hecho. Elementos de la Legión y el Ejército se apoderan de la ciudad de Melilla. En mi casa hay una gran preocupación, y en Boetticher y Navarro los obreros dicen que hay que estar prevenidos porque se avecina un golpe militar contra la República. Los de la CNT y los de la UGT deciden unir sus fuerzas si se produce el esperado golpe militar. Influido por lo que escucho y por lo que leo, hablo con mi amigo Pedro Tabares y nos hacemos militantes de las Juventudes Socialistas. Al día siguiente, el 18 de julio, comienza la Guerra Civil.
2. Hecho 2
Cuando llegamos a Sigüenza, nos dividieron en pelotones y cada pelotón en escuadras de cinco individuos. Vimos gente corriendo de un lado a otro alocadamente. Algunos hombres llevaban escopetas de caza y otros esgrimían armas rudimentarias, sables, hoces, horquillas de hierro de las usadas para recoger las parvas, hachas, azadones, piquetas. Nos dijeron que estaban buscando fascistas. Aquello parecía la escenificación de algún cuadro de El Bosco. Mi escuadra la componíamos Fernando, Fraguas, Medrano, Cabral y yo. Llegamos hasta una casa en la que había un gran revuelo, se oían gritos de mujeres. Entramos, cruzamos el comedor y fuimos hasta la cocina. En la cocina había una puerta trasera que daba a un pequeño campo mezcla de huerta y corral. En el suelo, en un gran charco de sangre, dos cuerpos tendidos, uno de ellos llevaba puesto el uniforme de la Guardia Civil, el otro una camisa y un pantalón, habían sido abatidos a tiros de escopeta; la cara del guardia civil era un amasijo irreconocible, la del otro, la del que vestía camisa y pantalón, tenía el espanto en sus ojos desmesuradamente abiertos, había recibido los disparos en el vientre y sobre la camisa se podían ver sus intestinos. Los hombres que los habían matado estaban con sus escopetas bajo el brazo y una sonrisa en el rostro. Nos recibieron en actitud de héroes, con su cara, su boina o su gorra quemadas de sol. Nos miraban a nosotros y a los dos hombres que yacían en aquel charco de sangre, y sujetaban sus escopetas bajo el brazo sin dejar de sonreír, solamente les faltaba poner un pie sobre cada uno de los muertos para hacerse una fotografía, como si hubieran ido a un safari y hubiesen capturado dos leones. Unas mujeres, con los ojos cegados por el llanto, contemplaban a aquellos dos hombres caídos, mientras daban gritos desgarradores.
Unos niños se abrazaban a las piernas de las mujeres, en sus caras se reflejaban el terror y la incomprensión.
3. Hecho 3
Un día vino a visitarnos La Pasionaria, se acercó a mí, me midió con la mirada y me preguntó:
--¿Cuántos años tienes?
Mentí:
--Dieciocho.
Mentí porque en la guerra, si una madre reclamaba a un hijo porque no había cumplido los dieciocho años, lo mandaban a casa. Yo temía que mi abuela lo supiera y hablara con mi madre para que me reclamara por ser menor. Me parece que La Pasionaria no me creyó, pero disimuló. Yo tenía en mis manos una de las latas bomba que había hecho. Ella me preguntó qué era eso que tenía en la mano y se lo expliqué. La Pasionaria me dio un mechero que tenía en un costado la piedra y en la tapa una mecha de algodón.
--Toma, para que enciendas la mecha sin tener que usar el cigarro. Eres muy joven para fumar.
La mirada profunda y la voz de aquella mujer me quedaron grabadas para siempre. No obstante, debo confesar que cuando estaba en el campo de prisioneros de Valsequillo y nos llegaron las noticias de que la guerra había finalizado y que muchos políticos, entre ellos La Pasionaria, habían huido al extranjero, recordé aquella frase suya que decía: "Es mejor morir de pie que vivir de rodillas", y pensé por qué, no solamente ella sino todos los que se habían ido al exilio, no se habían quedado ni a morir de pie ni a vivir de rodillas. Para mí, aquello era como si me hubieran traicionado.
4. Hecho 4
Teníamos la costumbre de poner delante de nuestras trincheras una bandera republicana, clavábamos el mástil (no estoy muy seguro de si es correcto llamar mástil a ese palo que le poníamos a la bandera para que se sujetara, pero creo que le da más dignidad y más empaque a la bandera decir "el mástil" en lugar de "el palo"), bueno, pues como les decía clavábamos el mástil en la tierra y luego, para sujetarlo, poníamos piedras en la base.
Durante la noche, el enemigo, aprovechando la oscuridad, con el mayor de los sigilos, llegaba hasta donde estaba la bandera y se la llevaba. Aquello nos tenía de muy mala leche. Era como que se cachondeaban de nosotros. Entonces recordé lo que hacíamos en mi barrio cuando yo era chico. Cagamos varios, untamos todo el mástil con mierda y colocamos la bandera como cada noche. El que vino a arrancarla no pudo evitar un "¡La madre que parió a los rojos!" Había conseguido arrancar la bandera, pero se llenó las manos de mierda. Y la mierda no mata, pero humilla.
5. Hecho 5
Pasaban los días y no estaba claro en qué consistía esta guerra. Los tiroteos se provocaban por algún disparo que involuntariamente se le escapaba a un centinela, pero les doy mi palabra que yo no veía a ningún enemigo, salvo alguno que a lo lejos pasaba de un lado a otro, agachándose. Nuestra misión era evitar que los nacionales avanzaran en dirección a Madrid, pero una de dos, o el enemigo no tenía intención de hacerlo o lo estaba intentando por otro frente. Los días se hacían largos y aburridos. Algunas veces salíamos a hacer intercambio, los nacionales nos daban tabaco de Canarias y nosotros les dábamos papel de fumar de Alcoy. El día primero de año de 1937 desafiamos al enemigo a un partido de fútbol. Concertamos la hora, salimos de las trincheras, construimos las porterías con ramas de árbol clavadas en el suelo y se inició el partido. Les ganamos por seis goles a dos. Cuando volvíamos y ya estábamos a punto de meternos en nuestras trincheras, comenzaron a dispararnos; pero creo que no lo hacían porque éramos rojos y ellos nacionales, sino porque les habíamos metido seis goles. Esto fue lo que les cabreó.
6. Hecho 6
Los viajes con mi ayudante de Valencia a Sagunto y a Teruel teníamos que hacerlos casi a diario, bien a llevar munición o para llevar comida, siempre pendientes del Zapatones. En uno de los viajes de regreso, ya con el camión vacío, vimos un cerdo a un lado de la carretera; Vicente y yo nos pusimos de acuerdo para "requisar" aquel cerdo que estaba solo, sin ningún tipo de vigilancia, pero el cabrón del cerdo, a medida que nos acercábamos, aceleraba el paso y nos hacía regates; por fin le alcanzamos y mientras Vicente le sujetaba de una pata, yo le até el cinturón al cuello, creyendo que, como si fuese un perro, iba a venir conmigo. ¡Una leche! El cerdo iba de un lado a otro sin que hubiera manera alguna de controlarlo. Pasó un paisano subido en un burro y vio la lucha que nos traíamos con el cerdo.
--Así no lo van a poder llevar.
Vicente y yo sudábamos en aquella pelea. El hombre del burro, nos dijo:
--Métanle el dedo en el culo y lo llevarán donde quieran.
Creímos que el hombre nos estaba tomando el pelo. Ni Vicente ni yo nos animamos a seguir el consejo de aquel hombre. Se bajó de su cabalgadura, llegó hasta donde estábamos nosotros, metió el dedo índice de la mano derecha en el ano del cerdo y como si fuese un teledirigido lo llevó hasta el camión. El cerdo no opuso ninguna resistencia, el dedo del hombre marcaba dentro del ano del cerdo la dirección y el cerdo la seguía.
7. Hecho 7
En El Viso de los Pedroches me hicieran prisionero los moros de la 13ª División del general Yagüe. Esto ocurría en diciembre del año 1938.
Los moros nos quitaron las cazadoras o los tabardos, la manta y las botas, luego nos ordenaron sentarnos en el suelo, bajo la lluvia. Una mujer, que tendría unos treinta años, salió de una casa gritando vivas a Franco, los moros llegaron hasta ella, la metieron en la casa y sus vivas a Franco se convirtieron en gritos desgarradores. Instantes después, los moros salían satisfechos, habían violado a la mujer y llevaban en las manos gallinas, botellas de vino y algunos objetos robados con el "ábrete Sésamo" de los vencedores de batallas.
8. Hecho 8
El piquete de ejecución lo componían un grupo de moros con el estómago lleno de vino, la boca llena de gritos de júbilo y carcajadas, las manos apretando el cuello de las gallinas robadas con el ya mencionado "ábrete Sésamo" de los vencedores de batallas. El frío y la lluvia calaba los huesos. Y allí mismo, delante de un pequeño terraplén y sin la formalidad de un fusilamiento, sin esa voz de mando que grita: "¡Apunten! ¡Fuego!", apretaron el gatillo de sus fusiles y caímos unos sobre otros.
No hubo tiro de gracia. Por mi cara corría la sangre de aquellos hombres jóvenes, ya con el miedo y el cansancio absorbidos por la muerte. Por las manos de los moros corría la sangre de las gallinas que acababan de degollar. Hasta mis oídos llegaban las carcajadas de los verdugos mezcladas con el gemido apagado de uno de los hombres abatidos. Ellos, los verdugos, bañaban su garganta con vino, la mía estaba seca por el terror. No puedo calcular el tiempo que permanecí inmóvil. Los moros, después de asar y comerse las gallinas, se fueron. Estaba amaneciendo.
9. Hecho 9
En dos columnas, en fila, una a cada lado de la carretera caminábamos bajo la lluvia, vigilados por los moros desde sus caballos. Muchos de los prisioneros cargaban a sus espaldas sacos llenos de vainas vacías de los Mauser y si alguno, por debilidad, caía al suelo, los moros le disparaban y allí, en la cuneta de la carretera, amortajado por la lluvia, terminaba su sufrimiento.
10. Hecho 10
Mi estancia en el campo de prisioneros duró varios meses. En ese tiempo no había tenido ninguna noticia de nada ni de nadie. Supe, supimos, alguien nos dijo, que la guerra había terminado, que la habíamos perdido, pero nada más. A causa de ese no saber nada, mi regreso a la paz estaba lleno de una gran incertidumbre acerca de lo que iba a ser mi futuro y qué me iba a encontrar en mi casa, si mis abuelos muertos o mis abuelos vivos, pero enfermos.
Mi llegada fue recibida con risas y lágrimas, muchos vecinos y amigos habían dejado su vida en el frente y de mí hacía más de cinco meses que no tenían noticias. Mi regreso significaba algo así como un milagro. Tan sólo una vez durante toda la guerra estuve herido en el frente de Madrid y no de gravedad.