10 extractos del libro 'Anécdotas de taxistas' de Diego López
"Anécdotas de Taxistas nos muestra algunas de las aventuras más divertidas de este gremio. Una prueba de que tras el retrovisor de sus coches estas personas son testigos de lo variopinto de la condición humana. El asiento trasero de un taxi es el escenario por el que desfilan todo tipo de personajes y donde suceden las historias más insospechadas. Cada vez que se baja la bandera se sube el telón y empieza el espectáculo".
1. Extracto 1
Dígame, ¿adónde vamos?
—Pues es verdad, hijo. Llévame al bingo de Arapiles, que hoy he cobrado la pensión y voy a celebrarlo con un cartoncito.
—Muy bien, señora.
Lo celebrará más el dueño del bingo.
Inicié la marcha, y la voz del navegador me advirtió: «Posible control de alcoholemia a cien metros».
La anciana pegó un respingo y me preguntó:
—¿Qué ha sido eso?
—Nada —contesté—, el GPS.
La mujer se quedó pensativa y dijo en voz muy alta:
—¡¡¡Que era broma, hombre!!! ¿¿¿Qué voy a hacer yo en el bingo???; déjeme en El Corte Inglés.
Acto seguido se incorporó en el asiento y acercándose a mi oí
2. Extracto 2
—Perdone —dijo la tal Montse.
—Dígame.
—Como sabe, tenemos muchísima prisa y no vamos a llegar a una reunión si pasamos primero por el hotel. ¿A que no le importaría que nos cambiáramos en el coche?
—En absoluto —me apresuré a responder—, lo único que puede pasar es que me alegre un poco la vista.
Dicho y hecho, abrieron las bolsas de viaje, sacaron la ropa y procedieron.
Como uno es un caballero, procuraba por todos los medios mirar al frente y así evitar un golpe de estado de mis pupilas. Pero en el momento cumbre del espectáculo, oí un chirriar de ruedas y… ¡cataplás! Una furgoneta me dio un empellón por detrás. Con el golpe quedaron esparcidas por el suelo del taxi las bolsas de viaje, la ropa… y la dignidad de las dos chicas, a partes iguales. Para rematar la faena y por si algún despistado de alrededor no se había percatado, el conductor de la furgoneta, según despertó del trance en que le había sumido el espectáculo de mi coche, se bajó enfurecido y con mucho «talante» comenzó a gritar:
—¡¡¡Yo no tengo la culpa!!! ¡¡¡Si es que van en pelotas!!!
3. Extracto 3
En una ocasión, circulaba por una zona del centro de Madrid donde venden telas al por mayor, cuando, de repente, surgió de entre la multitud. Se trataba de un famoso adivino conocido por las monturas retro de sus gafas, y por vestir túnicas con estampados de lo más llamativo. Llevaba unas cuantas bolsas grandes, imagino que llenas de telas, e intuí que quería coger un taxi; como no era, ni de lejos, santo de mi devoción, rápidamente hice una maniobra y me separé de la acera para evitar el encuentro. Cuando estaba justo a su altura, él me hizo un gesto con la cabeza para que parara pero, aunque lo vi, digamos que me resultó imposible parar…
Cuatro o cinco días después, circulaba por el barrio de Salamanca y al detenerme en un paso de peatones no podía creer quién se disponía a cruzar. ¡Era él! Pero además, al ver mi taxi libre, se me quedó mirando y levantó el brazo para solicitar mis servicios. Por suerte, en ese mismo instante, una ambulancia hizo sonar la sirena detrás de mí y no me quedó más remedio que arrancar a toda velocidad perdiéndole de vista.
Sin embargo, a los tres días, mientras estaba en una parada de taxis de El Corte Inglés, ¡¡¡le vi aparecer de nuevo!!! Me asuste un poco porque, bien pensado, empezaba a ser demasiada casualidad. Reparé en que delante de mí taxi había otros dos compañeros, así que creí tener las espaldas cubiertas. Pero parece que subestimé los poderes del vidente porque apareció una chica corriendo que se fue en el primer taxi y el conductor del siguiente me hizo un ademán con la mano y gritó:
—¡Llévale tú, que ahora no me arranca este cabrito!
Si no lo veo no lo creo.
Pero bueno, lo cierto es que como decía al principio, quien más quien menos, aunque no lo reconozca, tiene sus prejuicios y no hay nada como conocer un poco al de enfrente, o en este caso al de detrás, para que desaparezcan. Eso me pasó con el adivino en cuestión. Aunque el trayecto no fue muy largo, sí duró lo suficiente como para intercambiar una charla agradable que me hizo olvidar toda su parafernalia esotérica.
4. Extracto 4
Un hombre sale corriendo de un edificio de oficinas, se sube en mi taxi y me indica muy nervioso:
—¿Me puede llevar lo más rápido posible a Mejorada del Campo, por favor?
—Sí, claro —le contesté yo—; eso está por la carretera de Valencia, ¿no?
—Sí, a unos veinticinco kilómetros de aquí —me aclaró—. Pero no se preocupe que ya le iré indicando.
Mientras arrancaba, el cliente hizo una llamada telefónica.
—¿Qué tal estáis? —Se le notaba muy alterado—. No os acerquéis a la casa, por favor. ¿Sale mucho humo? ¿Cuánto hace que llamasteis a los bomberos?
Venga, venga, tranquilos. He cogido un taxi y llego en diez minutos. No llaméis a mamá hasta que yo no llegue, que es capaz de coger el coche y matarse por el camino.
—¿Algún problema? —le pregunté un poco inquieto.
—Si es que no se les puede dejar solos a los chavales. No se qué leches habrán hecho. Por lo visto está ardiendo la cocina. ¡La madre que me parió! ¡Hay que ver!
¡Madre mía! —El pobre hombre cada minuto estaba más desesperado.
—No se preocupe que llegamos en seguida y los bomberos ya estarán allí — intentaba tranquilizarle en vano.
—¿Qué tal? ¿Han llegado ya los bomberos? —insistía al teléfono—. ¡Pero, bueno! ¿A qué esperan? ¡Me cago en la leche!, pero ¿han llegado las llamas a la calle? Bueno, bueno, no os acerquéis.
Por la carretera ya empezaba a asomar el pueblo.
—Bueno, por lo menos desde aquí no se ve mucho humo.
—No, la verdad es que no —contestó él recuperando un poco la serenidad.
A medida que nos acercábamos nos dimos cuenta de que no era tan grave.
Cuando llegamos a la puerta de la casa, allí no había nada extraño: ni fuego, ni humo, ni bomberos. Nada de nada. El hombre, desconcertado, llamó a los chavales por teléfono. De pronto, aparecieron tres gansos de unos quince años de detrás de unos setos de la entrada gritando:
—¡Inocente!, ¡inocente!, ¡inocente!
5. Extracto 5
Madre e hija iban hablando de sus cosas de camino al destino indicado:
—Pues ya te digo, cariño, tu padre piensa lo mismo que yo: será buen chico, pero es tan calladito que no sé… parece tontito, hija.
—Que no, mamá, es que es un poco cortado —le explicaba la hija—, pero cuando coja confianza verás cómo cambia.
—No sé, hija, nos conoce ya desde hace un año largo y no veo que espabile mucho —insistía la madre.
—Que sí, mamá, dale tiempo, que es muy simpático, te lo digo yo. Al principio le cuesta, pero luego cambia mucho.
—Además, físicamente tampoco vale mucho que digamos. Tú eres más alta que él y lleva siempre unas pintitas que ya, ya…
—Bueno, mamá, siempre me habéis dicho que el físico no es importante. —La hija empezaba a calentarse un poquito con la madre.
—¿Y qué dices que ha estudiado? —preguntaba la madre con tono despectivo.
—Políticas, mamá. Ha hecho políticas Hubo un breve silencio valorativo que la madre enseguida rompió.
—Pues, hija, no sé qué has visto en el chico ése.
—La p…, mamá, le he visto la p… y la tiene como un calabacín —contestó la hija casi a gritos.
—Ay, hija, entonces no se hable más, adelante. Si total los hombres, para lo que tienen que decir, mejor que sean callados. No te preocupes que ya se lo explicaré yo a papá. ¡Ay, qué suerte has tenido con ese chico, hija!
6. Extracto 6
Años 90
En aquellos años, recogí en mi taxi a un señor de mediana edad que me indicó una dirección en el corazón financiero de Madrid.
Nada más iniciar la marcha oí un extraño sonido electrónico: piribí, piribí, piribí, piribí.
El hombre, haciendo grandes aspavientos, sacó un teléfono-ladrillo de los que había entonces y empezó a gritar:
—¿Sí?, ¿qué tal, hombre? Claro, claro de negocios, je, je. Bueno, bueno, hasta luego, adiós, adiós —y dirigiéndose a mi continuó diciendo—: Menudo invento esto del teléfono móvil, fíjese puedo estar aquí en el taxi atendiendo mis negocios.
Aunque a mí me daba igual, tampoco quería quitarle al hombre la ilusión.
—Pues sí que es verdad, menudo adelanto, parece mentira, adonde iremos a parar con estas cosas.
De pronto empezó a sonar de nuevo el teléfono: piribí, piribí, piribí. Y otra vez dando voces:
—¡Hombre, don Pepote! ¿Qué tal, macho? Pues ya ves, me pillas en un taxi, claro, claro fantástico, sí, sí. Venga, vale, adiós. ¿Se da cuenta? —me insistía aquel boquerón (no llegaba a tiburón) de las finanzas—: Otra gestión solucionada.
—Claro, claro, fantástico —le contesté yo desconcertado por el grado de gilipollez del tío.
Justo cuando llegamos al destino sonó otra vez.
—Atiéndalo, no se preocupe —le dije—, no hay prisa.
—Je, je, je. Me tranquiliza usted —me dijo el individuo con cierto aire de superioridad.
—¿Por qué lo dice?
—Porque tengo que reunirme ahora con unos clientes y quería impresionarles con el teléfono móvil, pero no sabía si se notaba mucho que es de mentira. Ya veo que usted no se ha dado ni cuenta. ¡Es que los buenos son caros de cojones, y con éste doy el pego, ja, ja, ja!
7. Extracto 7
En cierta ocasión, me paró una chica que, aunque ya era de noche, llevaba unas enormes gafas de sol.
—Llévame a Telecinco, rápido, que llego tarde al programa. —Ni un buenas noches, por favor o gracias.
—Buenas noches, ¿no? —le dije yo con tono de reproche hacia sus modales.
—Holaaa —me contestó ella quitándose las enormes gafas y poniendo gesto de fastidio y paciencia infinita—; pues sí, soy la Fulanita, dice mi agente que con las gafas no me reconoce nadie, pero, ya ves, la fama es lo que tiene, no la dejan a una ni a sol ni a lunas, ja, ja, ja. Voy al programa de Zutanito, a ver si hoy también llama la Menganita. Como me la eche a la cara, le meto dos hostias.
—¿Cómo dice? —le pregunté yo naufragando en mi propio océano de ignorancia televisiva.
—Que sí, que sí, dos hostias a esa gilipollas, como vuelva a decir que se acostó con Fulanito —insistía ella en darme unas explicaciones que a mí me dejaban indiferente.
Yo, que otra cosa no tendré pero soy consciente de mis limitaciones al tratar ciertos asuntos, respondí con evasivas, no fuera a ser que me pidiera opinión.
—Claro, claro.
—A ver si esa zorra se piensa que vale más que yo.
Cuando terminó con sus detalladas descripciones sobre las costumbres sociales de sus allegados, le dio una crisis de famhis y todo su empeño era dejar un recuerdo de su paso por mi taxi.
—Venga, ¿no tendrás un papel y un boli? Que te firmo un autógrafo para tu señora —me dijo ella generosa, como si estuviera ofreciéndome una firma de Dalí.
—No, no, déjelo, no se preocupe —le dije yo con total sinceridad.
8. Extracto 8
Serían en torno a las diez de la noche cuando recibí un aviso por la emisora para recoger a una dienta en su domicilio. Cuando llegué, llamé al portero automático para advertir que ya estaba allí. Me contestó la señora:
—Sí, ahora mismo bajo, gracias.
A los dos minutos vi a una mujer que salía del portal con un perro enorme. Como no entiendo mucho de canes, no me quedó claro si aquello era un dogo o un caballo; entonces le dije:
—Señora, tenía que haber advertido en la emisora que era para llevar a un perro tan grande. No creo que quepa en mi coche.
—No, no —dijo la mujer—, no quiero que me lleve a ningún sitio. Verá, le voy a pedir un favor.
—Usted dirá —contesté, esperando cualquier cosa, que uno ya no sabe dónde salta la liebre.
—Mire, es que mi marido, que es quien saca al perro por la noche, ha tenido que salir por unos asuntos de trabajo y hoy no está en Madrid y mi hijo se queda a dormir en casa de un amigo y tampoco puede sacarlo, y verá es que… —la buena mujer estaba un poco avergonzada y no sabía cómo explicarme lo que pretendía, pero era mayor el miedo que la vergüenza y continuó—: verá, es que me da mucho miedo estar sola en la calle a estas horas. ¿No le importaría estar aquí conmigo hasta que termine de hacer sus cosas el perro? No suele tardar mucho, yo le pago lo que sea. ¿Me haría usted el favor…?
9. Extracto 9
Cuando me paró requiriendo mis servicios, tuvo que realizar una angustiosa maniobra de acoplamiento para montar en el coche. Me indicó el destino y acto seguido comenzó su delirio.
—¿Tiene usted a mano un papel y un bolígrafo?
—Sí, tenga.
—Es que hay que estar siempre alerta —me decía el tipo bajando el tono de voz, como si el enemigo nos acechara.
—Claro, claro, siempre alerta.
—Esto no debería decírselo, pero tengo un sexto sentido que me hace confiar en usted. Yo soy componente de un comando de especialistas en guerra contra el terrorismo y en lo mío un despiste marca la diferencia entre la vida y la muerte.
—Ya, ya. Menuda responsabilidad —contesté sin querer contradecirle.
—Ahora vengo del norte. En cinco años he acabado con siete. A mí no se me escapa uno.
Como vi que se estaba creciendo, intenté poner freno a su imaginación.
—Mejor no me cuente nada más, no sea que usted se vea comprometido por revelarme secretos de Estado.
—No se preocupe, yo sé bien con quién hablo —y nada más decir esto empezó a trastear, con bastante dificultad dada su limitación de movimientos, en una riñonera que llevaba incrustada en el abdomen.
Me pareció ver, por el rabillo del ojo, que sacaba algo parecido a una pistola y tras oír un ruido metálico que me trajo a la memoria mis tiempos de servicio militar, miré descaradamente hacia atrás para confirmar mis sospechas: estaba montando un arma.
—Pero oiga, ¡qué hace usted! Tenga cuidado, por Dios, que las carga el diablo.
—No se preocupe, que sé lo que hago —me contestó mientras hacía garabatos en el papel, como si estuviera tomando notas.
Afortunadamente, llegamos al destino sin novedad, me pagó y, después de guardarse el arma, se bajó del coche con la misma dificultad con la que se subió y fue dando peonzazos hasta la puerta del centro de salud al que se dirigía.
10. Extracto 10
Un domingo en torno a las ocho de la mañana, una mujer de unos cincuenta años me lanzó el brazo.
—Buenos días, por decir algo, porque menudo fresquete tenemos.
No sé por qué razón, los madrileños, tenemos la costumbre de decir que hace fresquete cuando el termómetro no sube de los 0 grados.
—Sí que ha refrescado, sí. ¿Adónde vamos? —le pregunté.
—Vamos al Ministerio de Hacienda, en Guzmán el Bueno.
—¿Le toca trabajar hoy? —pregunté.
—Sí, claro —me dijo la mujer, extrañada por hacerle una pregunta tan obvia—, qué remedio me queda, aunque como mi jefa está de vacaciones, estaré un poco más relajada.
Nada más iniciar la marcha me dijo la mujer un poco maravillada:
—Qué vacío está hoy Madrid. Está raro, no hay ni coches ni gente por la calle, qué bien, qué baratito me va a salir hoy el taxi. ¿No habrá huelga o algo por el estilo?
—Que yo sepa, hoy no tenemos ningún festival preparado, pero de todos modos yo no lo veo tan raro, quedan los escombrillos de la juerga del sábado.
La señora se quedó callada unos segundos, pero cuando procesó lo que acababa de decirle cambió el color de su cara.
—¡¿Cómo dice?! —me preguntó clavando sus ojos en mi nuca.
—Sí, que serán los que se recogen de…
—No, no. ¿Qué día es hoy? —me preguntaba con una expresión que parecía que entrábamos en el averno.
—Domingo —le contesté, esperando alguna reacción extraña.
—¡La madre que me parió! ¿Seré gilipollas? Dé la vuelta, por favor.
—¿Se le ha olvidado algo?
—¡Qué va! Que yo hoy no trabajo. Qué imbécil soy, el madrugón que me he pegado para nada.